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recibir, como los árboles, los latigazos de la lluvia.

—Me voy adentro dijo.

—Vámonos respondió Varenka malhumorada, y, deslizándose sin ruido junto a él, penetró en la casa. El coronel los acogió con grandes carcajadas.

—Qué es eso? Por orden del comandante en jefe de las fuerzas celestes, quedan ustedes arrestados, ja, ja, ja!

—¡Qué trueno!—dijo la tía Luchitsky con voz grave, mirando atentamente la faz pálida de Hipólito Sergueievich.

—No me gustan esas locuras de la naturaleza manifestó Isabel Sergueievna, haciendo una mueca de desagrado. Las tempestades, las tormentas no son sino un derroche de energía superfluo.

Hipólito Sergueievich, que se esforzaba en dominar su emoción, preguntó con voz alterada a su hermana:

—¿Crees que durará mucho esto?

—Toda la noche—le contestó la tía Luchitsky.

—Sí, es posible—confirmó su hermana.

¡Ya ve usted, todas sus tentativas de escaparse son vanas!—dijo, riendo, Varenka.

El joven sabio se estremeció, advirtiendo en aquella risa algo fatal.

—Sí, tendremos que dormir aquí—dijo Isabel Sergueievna—,. Además, sería peligroso un viaje de noche por el bosque: lo menos malo que podía