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Tales reflexiones le hicieron sentir una especie de frío interior y experimentar algo como una humillación.

Momentos después llamáronle a cenar.

Varenka le acogió con una mirada curiosa y le pregunto con acento acariciador:

—No le duele a usted ya la cabecita?

—No, gracias!—respondió él malhumorado, sentándose lejos de ella.

El coronel dormitaba, cabeceando, y dejaba escapar algunos ronquidos. Las tres señoras estaban sentadas en el sofá y hablaban de naderías.

La lluvia no azotaba ya tan ruidosamente los cristales; pero parecía manifestar el propósito decidido de regar la tierra eternamente.

Las tiniek las curioseaban por las ventanas. La atmósfera del salón era pesada. El olor a petróleo de tres lámparas encendidas se confundía con el que exhalaba el coronel, y hacía la atmósfera más pesada aún, aumentando la nerviosidad de Hipólito Sergueievich, que miraba a Varenka, y pensaba:

"No se acerca a mí... ¿Por qué? Puede que Isabel le haya dicho alguna tontería, fruto de us observaciones." En el comedor, la gruesa Fekla ponía la mesa para la cena. De vez en cuando, al través de la puerta abierta, clavaba la mirada de sus grandes ojos en Hipólito Sergueievich, que fumaba en silencio su cigarrillo.