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La señorita está servida—dijo, apareciendo en el umbral.

—¡Vamos a comer! Hipólito Sergueievich, tenga la bondad... Tía, no es necesario molestar a papá; que siga aquí dormitando; de lo contrario, empezará de nuevo a beber.

—Me parece muy razonable—aprobó Isabel Sergueievna.

Y la tía Luchitsky dijo a media voz, encogiéncose de hombros:

—¡Es demasiado tarde! Si bebe, se morirá antes; pero, en cambio, se dará ese gusto; y si no bebe, vivi: quizá un año más; pero lo pasará muy mal.

También me parece razonable!—rió Isabel Sergueievna.

En la mesa, Hipólito Sergueievich, sentado al lado de Varenka, advirtió que la vecindad de la muchacha le turbaba de nuevo. Sentía un violento deseo de aproximarse a ella hasta rozar su vestido, y, analizando, como de costumbre, sus sentimientos, se dijo que en la atracción que la muchacha ejercía sobre él entraba por mucho la sensualidad y tenían muy poca parte los impulsos espirituales.

—¡Un corazón débil!—pensó con amargura.

Y al mismo tiempo se enorgulleció de no temier decirse la verdad a sí mismo y de saber percibir los más pequeños movimientos de su vida interior.

Absorto en estas reflexiones, callaba.