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Varenka, al principio, le dirigía con bastante frecuencia la palabra; pero no recibiendo sino contestaciones breves y secas, renunció por entonces a hablar con él. Después de cenar, cuando se encontraron por casualidad solos, le preguntó con sencillez:

—¿Por qué está usted tan lúgubre? ¿Se aburre usted? O quizás está usted enfadado conmigo?

El contestó que ni se aburría ni estaba enfadado con ella.

—¿Qué tiene usted entonces ?—insistió la joven.

—Nada de particular, que yo sepa... quizás..la fatiga que sabe usted se siente a veces cuando se es objeto de una atención excesiva...

—¿Una atención excesiva? ¿Pero de quién?

De papá? No será de la tía Luchitsky, que casi no le ha dirigido a usted la palabra.

El joven sabio se sintió enrojecer ante aquella candidez imperturbable o aquella estupidez desesperante. La muchacha, sin esperar siquiera su respuesta, le dijo sonriendc:

¡No sea usted así, se lo ruego! ¡Detesto a la gente lúgubre!... ¿Quiere usted que juguemos a las cartas? ¿Sabe usted jugar?

—Lo hugo muy mal. Además, no me gusta ese... modo de perder el tiempo—manifestó él, reconciliado ya, a pesar suyo, con la joven.

A mí tampoco me gustan las cartas; pero...

¿qué vamos a hacer? Ya ve usted lo aburri.