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lito Sergueievich, medio desmayado, se tendió de nuevo y cerró, esperando, los ojos.

—¿Le he despertado a usted? Vengo a buscar sus botas y sus pantalones—dijo con voz soñolienta la doncella Fekla, acercándose lenta, con paso bovino, a la cama. Suspirando, bostezando, tropezando con los muebles, cogió la ropa y se marchó, dejando tras ella un marcado olor a cocina.

Hipólito Sergueievich permaneció en la cama, quebrantado, abatido, observando con indiferencia la desaparición de las imágenes que habían tortu rado durante la noche sus nervios.

Fekla volvió al rato con la ropa y las botas limpias, y salió de nuevo, suspirando.

El empezó a vestirse, sin comprender por qué lo hacía tan temprano. Luego determinó ir a bañarse, y dicha determinación le animó un poco.

Procurando no hacer ruido, pasó por delante de la habitación donde se oían los ronquidos del coronel y se detuvo unos segundos ante la puerta de otra, que no era la que sospechaba, según adivinó en seguida.

Por fin, medio soñando, salió al jardín y echó a andar por una sendita que conducía al río.

La mañana era clara y fresca. Los rayos del sol aun conservaban el fulgor sonrosado del amanecer. Los mirlos charlaban animadamente, picando las cerezas. Temblaban en las hojas gotas de lluvia, como brillantes, que caían al suelo cual lágrimas de felicidad, y desaparecían. La tie-