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rra, aunque estaba mojada, había absorbido toda el agua vertida por las nubes durante la noche, y no se veían charcos ni barro. Todo estaba limpio, fresco y nuevo, como nacido en el misterio de las horas nocturnas. Todo estaba silencioso y quieto, como arrobado ante la belleza divina del sol, contemplado por primera vez.

El joven sabio miró en torno suyo. La niebla de sueños absurdos que había envuelto durante la noche su cerebro se iba disipando, vencida por el puro aliento de la mañana, lleno de frescura y de fragancias.

Los rayos del sol teñían el río de oro y rosa.

El agua, un poco turbia aún a causa de la lluvia, reflejaba de un modo vago el verdor de la orilla en sus ondas. El sonoro salto de algún pez y el canto de los pájaros eran los únicos ruidos que turbaban el silencio de la mañana. De no estar húmeda la tierra, hubiera sido delicioso tenderse en la orilla del río, bajo la fronda verde, y esperar que la paz renaciese en el alma.

Hipólito Sergueievich avanzaba a lo largo de la ribera, cortada de trecho en trecho por cabitos de arena y pequeñas bahías orladas de verdura.

Cada cuatro o cinco pasos se ofrecía a sus ojos un nuevo cuadro. Caminando sin ruido a la orilla del agua, sabía de antemano que a cada momento le esperaba una sorpresa. Contemplaba, atento, los contornos de cada bahía, la forma de los árboles, como para percibir su diferencia con las bahías y los árboles que iban quedando atrás.