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Súbitamente se detuvo, deslumbrado.

Ante él hallábase Varenka, sumergida hasta la cintura en el agua, con la cabeza inclinada y la cabellera mojada entre las manos. El frío sonrosaba su cuerpo, sobre el que brillaban, como escamas, las gotas de agua iluminadas por el sol, y caían al río, deslizándose lentamente por la tersura de sus hombros y de su pecho, no sin reflejar antes la lumbre del sol largo tiempo, como si no quisieran separarse de la carne que habían lavado.

El agua de que sus cabellos estaban empapados se escurría por entre los dedos de la joven y caía a la corriente con un dulce ruido.

Hipólito Sergueievich miraba con arrobo, con devoción, a la muchacha, como si mirase algo sagrado, tan pura y armoniosa era aquella belleza en plena floración juvenil. No sentía otro deseo que el de admirarla. Sobre su cabeza, en una rama de nogal, cantaba y lloraba un ruiseñor; pero el ni siquiera lo oía: todo el mundo, toda la luz del sol se concentraba en aquel momento, para él, en aquella muchacha en pie en medio del agua, entre las ondas, que acariciaban suavemente su cuerpo y lo contorneaban silenciosas y plácidas.

Pero el bello espectáculo sólo duro algunos segundos: la muchacha levantó de pronto la cabeza y, lanzando un grito de cólera, se sumergió rápidamente hasta el cuello en el agua.

Se diría que aquel movimiento se repitió en el