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que invadía la estancia. En sus labios se dibujó una sonrisa provocada por los recuerdos de la tarde anterior y de la muchacha. Entró en el comedor a tomar el té, cuidadosamente vestido, serio, grave, como cuadra a un sabio. Pero al ver que sólo su hermana se hallaba sentada a la mesa, exclamó involuntariamente:

—¿Dónde está...?

La sonrisa maligna de su hermana cortó la pregunta en sus labios. Calló, y se sentó. Isabel Sergueievna examinó detenidamente su traje, y siguió sonriendo, sin hacer caso de sus cejas fruncidas. Aquella sonrisa significativa le enojó.

—Se levantó hace mucho rato—le dijo la viuda. Hemos estado ya en el río a bañarnos. Ahora estará en el jardín y no tardará en venir.

—No omites detalle—dijo él, sonriendo—. Te agradeceré mucho que mandes abrir mi equipaje.

—¿Y sacar las cosas?

—No; eso, no. Lo haré yo mismo; de lo contrario, me lo desarreglarán todo. Te he traído bombones y libros.

—Gracias. Eres muy amable. ¡Aquí está Varenka!

La muchacha apareció en el umbral de la puerta, vestida con una ligera bata blanca, cuyos pliegues le caían desde los hombros hasta los pies.

Aquella bata le daba un aspecto infantil.

Parada en la puerta, preguntó:

— Me han esperado ustedes?