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Y sin ruido, como una nube blanca, se acercó a la mesa.

Hipólito Sergueievich la saludó en silencio. Al estrechar su mano, notó un suave olor a violetas.

—¡Qué perfumada estás !—exclamó Isabel Sergueievna.

—No más que de costumbre. Le gustan a usted los perfumes, Hipólito Sergueievich? A mí me vuelven loca. Cuando hay violetas, las cojo todas las mañanas, después de bañarme, y las estrujo entre mis manos. Aprendí a hacer eso en el colegio... Le gustan a usted las violetas?

El catedrático bebía té y no la miraba; pero sentía fija en él la mirada de la muchacha.

—Si he de serle a usted franco, no he pensado nunca si me gustan o no—dijo secamente, encogiéndose de hombros. Pero la miró y no pudo contener una sonrisa.

Sobre la blancura de nieve de la bata, resaltaba la sonrosada belleza de su rostro, en el que los ojos reflejaban una alegría serena. De todo su ser se desprendía un no sé qué de salud, de frescura, de inconsciente felicidad. Estaba hermosa, como un claro día de mayo en el Norte.

—¡No lo ha pensado usted?—exclamó— ¿Cómo es eso? ¿No se dedica usted a la botánica?

¡Sí; pero no cultivo las flores!—replicó él lacónicamente.

Luego, al pensar que quizá su respuesta hubiera sido algo brutal, bajó los ojos.

Y no es lo mismo la botánica que el culti-