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explicarle a usted lo bella que es la vida; pero quizá usted no necesite que yo se lo explique, ¿verdad?... Usted comprenderá lo hermoso, lo interesante que es vivir...

—¡Claro!—respondió el catedrático, que de buena gana hubiera borrado con la mano la sonrisa fina e irónica del rostro fraterno.

Miró a Varenka, y no pudo menos de admirarla, toda estremecida por el ansia de trasmitirle su desbordante alegría de vivir.

—¿Y el invierno? ¿Le gusta a usted el invierno? Es blanco, sano, excitante, acuciante...

Un campanillazo brusco la interrumpió. Isabel Sergueievna llamaba a la doncella. Cuando acudió, presurosa, una muchacha alta, guapota, de ojos picarescos, le ordenó con acento cansado:

—¡Quite usted la mesa, Macha!

Y empezó a ir y venir, con aire preocupado, a través de la estancia.

Esto enfrió algo a Varenka, que alzó los hombros, como si quisiera librarse de un peso, y, ligeramente confusa, preguntó a Hipólito Sergueievich:

—No le aburro a usted con mi charla?

—¡Vamos! ¿Cómo puede usted decir eso?—protestó él.

—¿De veras que no? ¿No le he parecido a usted tonta?—insistió la muchacha.

Pero por qué?—exclamó el catedrático, asombrado él mismo de su acento caluroso y sincero.