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—Soy salvaje... poco instruída—se excusó ella. Pero me alegro mucho de hablar con usted... porque es usted un sabio... y no como yo me lo había imaginado.

—¿Y cómo me había imaginado usted?

—Yo creía que no hablaría usted sino de cosas... muy sabias: por qué y cómo, éste es tonto, aquél debe ser así, todos son estúpidos, yo sólo soy inteligente, etc. El otro día llegó a casa un ccmpañero de papá... coronel, como papá, y sabio, como usted... Pero era un sabio miiltar... ¿cómo se llama eso?... de Estado Mayor, vamos... ¡Era tan orgulloso!... Estoy segura de que no sabía palabra de nada y se las echaba de sabio...

—¿Me imaginaba usted así, pues?—preguntó Hipólito Sergueievich.

Ella se turbó, se ruborizó y, levantándose bruscamente, echó a correr como una niña por la estancia, diciendo con voz alterada:

—¡Dios mío! ¿Cómo puede usted pensar eso?... ¿Me cree usted capaz?...

—¡Oíd, niños!—dijo sonriéndoles Isabel Sergueievna. Voy a dar órdenes... y os dejo bajo la protección de Dios.

Y se alejó, riendo, acompañada del fru—fru de las sayas.

Su hermano la siguió con una mirada llena de reproche, y se propuso afearle su modo de tratar a aquella muchacha, acaso falta de instrucción, pero, al fin, muy simpática.

—¡Tengo una idea!—exclamó Varenka de pron11