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taba en torno de su talle, sin que los pliegues se moviesen. Una de sus manos sostenía una sombrilla, la otra accionaba con gentil soltura, mientras la muchacha elogiaba los alrededores de la aldea. Seguía él atentamente con la mirada los movimientos de aquella mano y de aquel brazo, desnudo hasta el codo, fuertes y tostados, cubiertos de una leve pelusilla dorada. Y de nuevo se despertaba en las profundidades obscuras de su alma una inquietud vaga ante no sabía qué. Luchando contra aquel sentimiento, se preguntaba qué fuerza le impelía hacia la muchacha. Y a tal pregunta respondía: la curiosidad, el deseo puro y sereno de admirar su belleza.

—¡Ahí tiene usted el río! Vaya y siéntese en el bote; yo voy por los remos.

Y Varenka desapareció entre los árboles, antes de que él pudiera preguntarle dónde estaban.

En el agua fría e inmóvil se reflejaban, boca abajo, los árboles. El catedrático se sentó en el bote y se absorbió en su contemplación. Aquellos espectros eran más bellos que los árboles reales que tendían en la ribera sus ramas retorcidas por encima del agua. Al reflejarse se ennoblecían, se borraba de ellos toda fealdad, se creaba en el agua una armoniosa fantasía, sobre un fondo de realidad vieja, ruinosa.

Admirando aquel cuadro fantástico, en medio de la calma de la mañana y al resplandor del sol, que no quemaba aún, respirando, a la vez que el aire, el canto de las alondras, llenas de alegría