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de vivir, Hipólito Sergueievich experimentaba un sentimiento completamente nuevo para él, un sentimiento dulce y acariciador de reposo, que halagaba, lánguido, el alma con su tendencia turbadora a comprenderlo todo y a explicarlo todo.

Una paz profunda reinaba alrededor, ni una sola hoja se agitaba en los árboles, y en aquella quietud se efectuaba la silenciosa creación de la naturaleza, seguía su callado curso la vida, siempre combatida por la muerte, pero invencible, y trabajaba sin ruido la muerte, atacándolo todo, pero sin triunfar nunca. El cielo azul brillaba con una belleza divina.

Sobre aquel fondo de hermosura, apareció, en el agua, una linda muchacha blanca, que sonreía dulcemente. Estaba allí, con los remos en las manos, cual invitando a un viaje de ensueño, muda, resplandeciente, como reflejada por el cielo.

El sabía que era Varenka que salía del bosque y veía que le miraba; pero no se atrevía a turbar aquel encanto con una palabra o con un movimiento.

—¡Es usted soñador!—exclamó, asombrada, la muchacha.

Entonces él apartó, con dolor, los ojos del agua y miró a Varenka, que bajaba lentamente hacia la orilla por una senda accidentada del jardín.

El dolor que experimentaba, al volver a la realidad, desapareció al punto, pues la muchacha, en realidad, era bellísima.

—¡Nunca le hubiera creído a usted capaz de

Varenka
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