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Acaso allí no exista nada—dijo él, dirigiendo a la muchacha una mirada curiosa.

—¡Cómo!—exclamó ella con convicción—. Allf también hay algo.

Estaba sentada frente al joven sabio, con los piececitos apoyados en una barra de madera clavada en el fondo del bote. A cada remada se echaba un poco atrás y, bajo la ligera tela de la bata, se dibujaba distintamente su pecho alto, erguido, trémulo, después de cada esfuerzo.

"No lleva corsé"—se dijo, bajando los ojos. Hipólito Sergueievich. Pero al bajar los ojos se fijó en las piernas de Varenka, que—apoyados los pies en la barra del fondo del bote—dejaba ver sus contornos hasta las rodillas.

"¡Se diría que se ha puesto adrede esa bata estúpida!"—pensó, irritado, alzando la vista a la montuosa ribera.

El parque se había quedado atrás, y el bote se deslizaba junto a una pendiente muy pina, en la que se veían rizados tallos de guisantes, anchas hojas aterciopeladas de melón y grandes discos amarillos de girasol, que se miraban en el agua.

La otra orilla, baja, llana, se extendía hacia los muros verdes del bosque, tapizada de espesa hierba, entre la que crecían flores azules, semejantes a ojos de niño que mirasen al bote. No mucho más allá, el río penetraba en el bosque verde y umbrío, como una hoja de acero.

— No tiene usted calor?—preguntó Varenka.

El la miró confuso; en la frente de la mucha-