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ella cuando saltó a tierra por fin y estuvo a su lado. Es precioso, ¿verdad? ¿Allá en Petrogra do no hay bosques parecidos?

Ante ellos se abría un estrecho camino bordeado de árboles diversos. A sus pies se veían gruesas raíces aplastadas por las ruedas de los carros.

Sobre sus cabezas, las ramas de los árboles formaban una espesa bóveda, sobre la que azuleaban pedazos de cielo. Los rayos del sol, como cuerdas de un instrumento musical, vibraban en el aire, atravesando oblicuamente el verde corredor. La atmósfera olía a hojas podridas, a hongos y a abedul. Se oían en la solemne calma del bosque el vuelo y el canto de los pájaros. Una picaza picaba en la corteza de un árbol. Una abeja zumbaba. Precediéndolos, y como indicándoles el camino, volaban dos mariposas, persiguiéndose la una a la otra.

Marchaban lentamente, Hipólito Sergueievich, silencioso; Varenka, diciéndole con exaltación:

—No me gusta leer nada de los "mujiks". ¿Qué puede haber de interesante en su vida? Los conozco, vivo en su contacto y veo que cuanto se escribe acerca de ellos es falso. Se los describe como seres dignos de lástima, desgraciados, cuando, en realidad, son gente vil, que no merece compasión. Sólo piensan en engañarle a usted, en robarle. ¡Y siempre están mendigando, lloriqueando, los asquerosos. Son zorros, taimados... ¡Si supiera usted cómo me desesperan a veces!

Su exaltación subía de punto, y en su faz se