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ruso, se puede olvidar la vida real. ¡Es un aburrimiento! Con las novelas francesas sucede todo lo contrario: tiembla una por el héroe, se apiada de sus desventuras, se llena de emoción cuando se bate en duelo, llora cuando perece. Espera una con impaciencia apasionada el final de la novela y, cuando llega, se duele de que todo haya terminado. Leyendo las novelas francesas tiene una los nervios en tensión, y, en cambio, no se explica ni siquiera que exista la gente de que hablan las novelas rusas. Para qué escribir libros si no se es capaz de decir nada extraordinario? ¡Tiene mucha gracia!

¡Se podían hacer muchas objeciones a eso, Varvara Vasilievna! —dijo él, interrumpiendo aquel torrente de palabras.

Hágalas usted!—le autorizó Varenka, con una sonrisa. Estoy segura de que me vencerá usted en toda la línea.

—Al menos, lo procuraré. Por de pronto, ¿qué autores rusos ha leído usted?

—Varios... Además, se parecen todos. Salias, por ejemplo, imita a los franceses, pero sin éxito. Sus héroes son rusos, y es imposible escribir acerca de los rusos cosas interesantes. He leído también a Turguenef, a Markevich, a Pazujin.

¡Pazujin! No se puede escribir nada interesante llamándose así. ¿No lo ha leído usted? ¿Y ha leído usted a Ponson du Terrail, a Fortunato de Boigolay, a Arsenio Houssaye, a Pedro Zaconne, a Dumas, a Gaboriau, a Borne? ¡Dios mío, qué pre-