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Le gusto a usted?—preguntó él de pronto.

—Si... mucho!—contestó ella, moviendo afirmativamente la cabeza.

Y en seguida añadió:

—Por qué me pregunta usted eso?

El estaba asustado ante aquella candidez sin límites, y le desconcertaba la mirada ingenua de aquellos ojos claros.

"Es posible que esto sea un género particular de coquetería?"—pensó.

—¿Por qué me pregunta usted eso?—insistía ella mirándolo con ojos llenos de curiosidad.

Su mirada le turbaba.

—¿Por qué? contestó él, encogiéndose de hombros. Yo creo que es muy natural. Usted es una mujer y yo soy un hombre...

Se esforzaba en parecer tranquilo.

—Bueno, qué? Eso no explica que usted tenga interés en saberlo; porque no tendrá usted la intención de casarse conmigo...

Lo dijo la muchacha de una manera tan sencilla que Hipólito Sergueievich no sintió la menor confusión. Le pareció tan sólo que una fuerza, contra la cual era absolutamente inútil luchar, trastornaba el trabajo de su cerebro.

Y con cierta frivolidad repuso:

—¿Quién sabe?... Además, el deseo de gustar y el de casarse no son la misma cosa... como no ignora usted...

Se echó ella a reir a carcajadas, lo que le hizo perder el aplomo a Hipólito Sergueievich, que la

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