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maldecía en silencio y se maldecía a sí propio. El pecho de Varenka se levantaba a impulsos de su franca risa desbordante, que estremecía el aire, mientras él permanecía silencioso, esperando una severa reprimenda por su frivolidad.

¡Ah, Dios mío!... ¡Yo su mujer de usted!...

¡Tendría mucha gracia!... ¡Qué risa!... Seríamos como el avestruz y la abeja... ¡Una pareja deliciosa, ja, ja, ja!

El también se echó a reir entonces, no a causa de la comparación extraña, sino porque se dió cuenta de que nunca conocería los resortes secretos que regulaban la mentalidad y las emociones de la muchacha.

—¡Es usted encantadora!—dijo, en un arrebato de sinceridad.

—Deme usted la mano... Anda usted muy despacio y voy a remolcarle... ya es tiempo de volver a casa. ¡Hace lo menos cuatro horas que estamos paseándonos! Isabel Sergueievna estará, sin duda, enfadada por nuestro retraso para el almuerzo.

Volvieron.

Hipólito Sergueievich se creía obligado a reanudar su argumentación contra los errores de Varenka; de no hacerlo así, no podría sentirse junto a ella del todo a su gusto. Pero necesitaba disipar la inquietud vaga que le agitaba y que le impedía escuchar con calma a la muchacha y refutar resueltamente sus argumentos. Hubiera podido muy fácilmente echar por tierra, con su lógica fría, los prejuicios de Varenka, de no ha-