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berse encontrado bajo el influjo de aquella sensación enervante, extraña, inefable. No quería turbar la paz espiritual de la muchacha con ideas nuevas para ella; pero al mismo tiempo se decía que su silencio sería vergonzoso en un hombre fiel a sus principios.

Hoy es martes ?—preguntó ella. Entonces, dentro de tres días vendrá el caballerito negro.

—Quién dice usted que vendrá?

—El caballerito negro, el señor Benkovsky, vendrá el sábado.

—¿A qué?

Ella rió, dirigiendo al joven sabio una mirada escrutadora.

—No lo sabe usted? Es un empleado público...

¡Ah, sí!; mi hermana me ha hablado de él.

—¿De veras?—dijo, animándose, Varenka—.

Bueno, diga usted, ¿se casan pronto?

—¿Cómo?¿Por qué quiere usted que se casen?—preguntó él, sin comprender una palabra.

—¿Por qué?—se extrañó Varenka, poniéndose de pronto encarnada—. No sé. No tendría nada de extraño. Pero, Dios mío, ¿no lo sabe usted?

—¡Yo no sé nada!—dijo él resueltamente.

¡Entonces le he revelado yo el secreto!—exclamó ella desesperada—. ¡Qué villanía! ¡Hipólito Sergueievich, sea usted amable, haga como si no supiera nada... como si yo no le hubiera dicho nada!

—Desde luego, con tanto más motivo cuanto que no sé nada, en efecto. Sólo he comprendi-