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do una cosa: que mi hermana se casa con el señor Benkovsky, ¿no es eso?

—Claro... Es decir, si ella no le ha dicho a usted nada, quizá no se case... Usted no le dirá nada, verdad?

—No; puede usted estar tranquila. ¡He venido a un entierro, y voy a asistir a una boda! Es una sorpresa agradable.

—Se lo suplico a usted, ni una sola palabra acerca de esa boda—siguió rogando la muchacha—.

¡Como si no supiera usted nada!

—¡Perfectamente!

Pero quién es ese señor Benkovsky? Si usted me permite hacerle esta pregunta...

—Respecto a él, le permito a usted... Mire, es un hombrecillo negro, remilgado, ejemplar. Tiene unos ojos pequeñitos, unos bigotes pequeñitos, una boca pequeñita, unas manos pequeñitas y un violín que también es una monada. Le gustan las cancioncitas sentimentales y la confitura.

Siempre que le veo me dan ganas de darle unos golpecitos en las mejillas.

—No puede usted disimular que no le quiere.

—Ni tampoco me quiere él a mí. Detesto con toda mi alma a los hombres pequeños, remilgados, modestos. Un hombre debe ser fuerte, alto; debe hablar en alta voz; debe tener unos grandes ojos ardientes; debe ser audaz, no detenerse ante ningún obstáculo, hacer lo que le dé la gana. ¡Eso es un verdadero hombre!

Me parece que hombres semejantes no exis-