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ten ya! dijo, con una risita seca, Hipólito Sergueievich, sintiendo cierto desagrado ante el ideal masculino de Varenka.

—Deben existir!—dijo ella con acento de convicción.

—¡Pero es más bien una fiera lo que usted acaba de pintar! No comprendo los atractivos de ese monstruo.

— Nada de eso, no es un monstruo, es un hombre, un verdadero hombre! Su atractivo está en la fuerza. Los hombres de ahora nacen ya acatarrados y con reuma y otras mil enfermedades.

Usted encuentra eso interesante? Lo que es yo no me casaría con un señor con pústulas en la cara, como, por ejemplo, Kokovich, el jefe de nuestro distrito; ni con un hombrecillo remilgado, como Benkovsky; ni con un tipo largo y flaco, como el juez Mujin, o grueso, calvo, jadeante, de nariz encarnada, como el comerciante Gricha Chernonebov. ¡No, gracias! ¿Qué hijos pueden tenerse de maridos así? Es una cuestión muy grave y hay que pensar en ella. ¡Los niños son una cosa de suma gravedad!... No; semejantes hombres no valen absolutamente nada... ¡Yo a un marido así le pegaría!

Hipólito Sergueievich intentó demostrarle a Varenka que sus ideas en lo concerniente a los hombres eran erróneas, porque no conocía aún la vida.

Hacía mal en fijarse sólo en el exterior de los hombres, a quienes acababa de nombrar. Era injusta. Un hombre podía tener la nariz fea y un buen