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tito enorme. Estoy dispuesta a devorarla a usted.

Abrazó a Isabel Sergueievna, y empezó a dar vueltas a su alrededor, riendo y gritando.

El almuerzo fué poco alegre; pues Varenka comía y guardaba silencio, mientras Isabel Sergueievna irritaba a su hermano con las miradas escrutadoras que sin cesar le dirigía. Después de almorzar, se retiraron ella y la muchacha.

Hipólito Sergueievich se fué a su cuarto, se acostó en el sofá y se puso a reflexionar, resumiendo las impresiones del día. Recordaba los más pequeños detalles del paseo, y sentía una pesantez, un malestar que turbaba su espíritu, que alteraba el equilibrio de su alma. Hasta físicamente sentía un malestar extraño que le oprimía el corazón, como si su sangre se hubiera tornado más espesa y corriera por sus venas más despacio que de costumbre. Era una especie de fatiga que predisponía al ensueño y servía como de preludio a un deseo inconcreto aún. Aquella extraña sensación era tanto más desagradable cuanto que no tenía nombre, y, a pesar de todos sus esfuerzos, no podía definirla.

"Hay que aplazar el análisis de esta sensación hasta que yo esté más tranquilo"—se dijo.

Pero se hallaba muy descontento de sí mismo.

Se reprochaba la pérdida de su capacidad de gobernar, sus emociones y su conducta de aquella mañana, indigna de un hombre serio. En la soledad eran mayores siempre la firmeza de sus