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principios y la severidad consigo mismo, que ercompañía de otras personas. Y empezó a hacer examen de conciencia.

No podía negarse que la muchacha era bellisima. Pero la turbación que había producido su belleza en él, desde un principio, haciéndole experimentar al punto sensaciones obscuras, era demasiado honor para ella, y para él, demasiada vergüenza.

Aquello denotaba una flaqueza imperdonable, una falta absoluta de carácter. Varenka había removido fuertemente su sensualidad y era preciso defenderse.

"¿Es preciso, en efecto?"—se preguntó de pronto, como quien se propone una cuestión sacramental.

Se hubiera dicho, al ver la cara que puso, que no era él mismo, sino otro quien se la proponía.

En todo caso, lo que acontecía en su espíritu no era el principio de un amor; era más bien una protesta de su inteligencia, irritada por la lucha, de la que no había salido victoriosa, aunque el adversario era débil como un niño. No había hablado con la muchacha como debía: debía haberle hablado en imágenes, porque los argumentos lógicos no le eran inaccesibles. Estaba obligado a acabar con sus groseras y estúpidas fantasías, a destruir sus ideas salvajes; había que librar su espíritu de aquellos errores; había que purificar, que limpiar su alma, para abrir en ella camino a la verdad.