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situación probable, en caso de llegar a ser el marido de Varenka, se echó a reir y se dijo de la manera más categórica:

—¡Jamás!

Y le invadió una gran tristeza.

II

El sábado por la mañana le ocurrió una pequeña desgracia: cuando estaba vistiéndose derribó la lámpara, que se hizo añicos. Algunas gotas de petróleo cayeron en una de sus botas, que no se había puesto aún. Como es natural, se la limpiaron; pero le parecía que el té, el pan, la manteca, hasta los cabellos primorosamente peinados de su hermana, olían a petróleo.

Esto le ponía de mal humor.

—Quítate la bota y colócala al sol—le aconsejó su hermana—. Así el petróleo se evaporará.

Mientras tanto, puedes ponerte las zapatillas de mi marido; están casi nuevas.

—No te molestes. Esto pasará.

—Pero ¿qué necesidad tienes de esperar a que pase? Diré que te traigan las zapatillas.

—No quiero, déjalas.

—¿Por qué? Son muy cómodas, afelpadas...

El catedrático estaba irritado por el olor a petróleo, y las palabras de su hermana le impacientaban.

—¿Piensas usarlas tú?—preguntó con una ironía maligna.