Sergueievich, que subía la escalinata, su mano blanca, de dedos de músico, finos y largos.
El joven sabio se la estrechó fuertemente.
Durante cerca de un minuto, ambos callaron, un poco cohibidos. Luego, Hipólito Sergueievich empezó a elogiar el parque. El joven le contestaba brevemente, sólo por cortesía y sin manifestar el menor interés por su interlocutor.
No tardó en aparecer Isabel Sergueievna. Vestía una holgada bata blanca, con encajes negros, y rodeaba su cintura un largo cordón, negro también, con flecos en los extremos. Aquella "toilette" armonizaba con su rostro severo y prestaba cierta majestad a sus facciones regulares. El placer teñía de rosa sus mejillas, y sus ojos fríos miraban con animación.
—En seguida vamos a sentarnos a la mesa—declaró. Tendremos helado de postre... ¿Alejandro Petrovich, por qué tiene usted una cara tan triste?... A propósito, ¿no ha olvidado usted a Schubert?
—¡No, lo he traído y también los libros!—dijo el joven, mirándola con ojos de pasión y de ensueño.
Hipólito Sergueievich no se encontraba a gusto:
veía que el gentil mancebo había decidido no darse cuenta de su existencia.
—Muy bien!—sonrió la viuda a Benkovsky—.
Después de almorzar haremos música.
¡Como usted quiera!—se inclinó el joven.
El ligero saludo fué una monería; pero Hipóli-