—¡Señores!—les gritó Isabel Sergueievna desde dentro. No olviden ustedes que acaban de conocerse.
La doncella Macha, haciendo ruido con la vajilla, ponía la mesa y lanzaba, con disimulo, a Benkovsky miradas llenas de admiración. Hipólito Sergueievich le miraba también, y pensaba que había que trataile con mucha consideración y que convenía evitar discusiones, dado que, por lo visto, el joven se apasionaba en extremo cuando discutía. Pero Benkovsky le miraba con ojos brillantes, estremecido de emoción: no podía disimular su deseo ardiente de hablar, y se veía el trabajo que le costaba dominarlo. Hipólito Sergueievich decidió ser con él reservado y cortés.
Su hermana, ya sentada a la mesa, les dirigía, ora al uno, ora al otro, frases banales y bromas; uno le respondía con la negligencia familiar de un pariente, y otro, con la solicitud de un enamorado.
Los tres se sentían un poco cohibidos, y se vigilaban unos a otros y a sí mismos.
Macha apareció con la sopera.
A la mesa, señores!—invitó la dueña de la casa, armándose de un cucharón para servir la sopa. Quieren ustedes antes una copita de "vodka"?
¡Yo, con mil amores!—dijo Hipólito Sergueievich, Y yo no, si usted me lo permite!—declaró Benkovsky.