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"¿Qué podría yo decirle que le apaciguara?" —pensaba.

Su hermana le sacó del apuro. Había ya acabado de comer y se reclinaba en el respaldo del sillón. Su cabellera, peinada en forma de corona, a la antigua usanza, armonizaba con la expresión autoritaria de su rostro. Sus labios, entreabiertos por una sonrisa, dejaban ver la blanca hilera, fina como el filo de un cuchillo, de sus dientes. Interrumpiendo con un gracioso ademán a su hermano, dijo:

—Permítanme ustedes meter baza. Un sabio ha dicho: "Hacen mal los que declaran: Esta es la verdad; pero los que se oponen a ellos no tienen tampoco razón. Sólo tienen razón Dios y el Diablo, en cuya existencia no creo; pero que deben encontrarse en alguna parte, porque ellos han hecho la vida tan compleja. ¿No me entendéis?

Sin embargo, hablo el mismo lenguaje humano que vosotros. Pero toda la sabiduría de los siglos la encierro en una sola frase, para que podáis ver toda la mezquindad de vuestra sabiduría.

Terminado el pequeño discurso, preguntó sonriendo:

—¡Qué les parece a ustedes esta sentencia?

Su hermano se encogió de hombros con desdén.

Estaba indignado por sus palabras; pero al mismo tiempo satisfecho al ver que había apaciguado a Benkovsky.

Con éste había ocurrido algo extraño. Cuando su novia comenzó a hablar, se pintó en su rostro