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la admiración; pero a medida que hablaba, la admiración se iba convirtiendo en espanto. El joven quería en vano contestar; pues su lengua parecía paralizada. Ella, muy tranquila, no apartaba los ojos de la cara de Benkovsky, y observaba con satisfacción el efecto que le producían sus palabras, según se desprendía de la expresión de su semblante.

—A mí me parece—añadió tras un corto silencio que toda la ciencia de gruesos volúmenes de filosofía está concentrada en esas palabras.

—Hasta cierto punto, tienes razón—dijo su hermano, sonriendo con una sonrisa agridulce—. Sin embargo...

—Según usted—exclamó Benkovsky, mirando a su novia con dolor—, ¿hay que apagar las últimas chispas del fuego de Prometeo, que arde en nuestros corazones y ennoblece nuestra existencia?

—No... Si producen algo bueno, positivo...—replicó ella sin dejar de sonreír.

—Me parece que tu criterio sobre lo positivo es un poco... arriesgado...—le dijo secamente su hermano.

—¡Isabel Sergueievna!—exclamó Benkovsky, de nuevo lleno de pasión—. Usted que es mujer, dígame: No siente turbada su alma por el gran movimiento en pro de la emancipación femenina?

—Sí, es interesante...

—¿Nada más?