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haría en aquel momento? Quizá estuviera dándole bofetadas a su Nikon, o paseando, en su butaca de paralítico, a su padre. Y al pensarlo, se sintió inquieto, disgustado. Había que abrir, a toda costa, los ojos de la muchacha y hacerle conocer las corrientes modernas de las ideas. ¡Qué lástima que viviese tan lejos y no fuera posible verla con más frecuencia, para ir acabando con todos sus prejuicios!

El parque estaba lleno de calma y de frescura perfumada. De la casa llegaban los sonidos melodiosos del violín y los acordes nerviosos del piano, mezclados en ruegos, en quejas, en apasionados arrebatos.

También se oía música en el cielo: cantaban las alondras. En una rama de tilo, negro como un carbón y con las plumas erizadas, un mirlo se picoteaba el pecho y silbaba irónicamente, mirando de reojo al hombre meditabundo que se paseaba por la avenida, sonriente y con los ojos fijos en la lejanía.

A la caída de la tarde, cuando estaban tomando el té, Benkovsky, más tranquilo, no parecía ya un poseído. Isabel Sergueievna parecía también más suave. Advirtiéndolo, Hipólito Sergueievich se consideró a salvo de discusiones trascendentales, y se alegró mucho.

—¿Por qué no nos cuentas algo de Petrogrado? le preguntó su hermana.

—Qué se puede contar? Es una ciudad muy grande y populosa, muy húmeda...

Varenka
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