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ñía le era muy grata. Le hacía reír su ingenuidad, de la que procuraba no abusar. Admiraba su rectitud, aunque la perseverancia con que se resistía a sus tentativas apostólicodocentes hería su amor propio.

Y con una frecuencia creciente se preguntaba:

"No tendré bastante energía para acabar con todos sus prejuicios, con todas sus tontunas?

Aunque cuando se hallaba solo sentía una necesidad imperiosa de romper las cadenas de estupidez, que sujetaban la inteligencia de la joven, en cuanto la veía relegaba a segundo término su decisión. A veces, la escuchaba con tanto interés como si quisiera aprender algo de ella, y se daba cuenta de que había en ella una fuerza que ponía trabas a la libertad de su espíritu. No pocas veces, cuando se le ocurría un argumento de fuerza y claridad bastantes para probarle de un modo rotundo lo equivocado de sus ideas, no lo utilizaba, diríase que no se atrevía a utilizarlo.

"Acaso se deba esto a que no estoy seguro yo mismo de poseer la verdad"—pensaba.

Una de las razones que hacían difícil su empresa era que la muchacha estaba por completo "in albis" en lo relativo a las ideas corrientes.

Había que empezar por el alfabeto. Sus "porqués" y sus "cómos" le obligaban a sumergirse en profundidades teóricas, donde ella se perdía. Una vez, cansada de sus contradicciones, la muchacha le expuso su propia filosofía, en los siguientes términos: