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sus sentimientos, y se aseguraba a sí mismo que lo que sentía por Varenka era sólo interés espiritual.

A pesar de que se juzgaba incapaz de amarla de veras, en las profundidades de su alma se encendía, de cuando en cuando, la esperanza de poseerla. Esperaba secretamente incluso que se enamorase de él. Y, razonando sobre cuanto no le rebajaba a sus propios ojos, conseguía ocultarse lo que podía hacerle dudar de sí mismo.

Una tarde, tomando el té, su hermana le dijo:

—¿Sabes que mañana es el santo de Varenka Olesova? Habrá que ir a felicitarla. Yo daré con gusto ese paseo. Además, la carrera les sentará muy bien a los caballos.

—Sí, ve... Y felicítala también en mi nombre —contestó él, aunque deseaba ir también.

—Y tú? ¿No quieres acompañarme ?

—A la verdad, ni yo mismo lo sé... Me parece que no quiero; pero puedo ir, sin embargo.

—No es obligatorio—declaró la viuda, bajando los ojos para ocultar. su sonrisa.

— Naturalmente!—replicó el joven sabio con cierta irritación.

Reinó un largo silencio. Hipólito Sergueievich se reprochó severamente el querer evitar los encuentros con la muchacha, como si temiera sucumbir ante sus encantos.

—Me ha asegurado Varenka que su finca es muy pintoresca—dijo.

Y se puso encarnado, seguro de que su hermana le había comprendido muy bien; pero ella no