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Temo que usted...

—¡Figúrate! — exclamó Isabel Sergueievna—.

¡Se ha escapado de su casa!

—¿Cómo ha sido eso?

—En secreto—explicó Varenka.

—Ja, ja, ja!—rió la viuda.

—Pero por qué? ¿De quién ha huído usted?

—De los pretendientes!—confesó la muchacha, riendo. ¡Figúrese usted qué cara pondrán! Tía Luchitsky, que quiere casarme a toda costa, les ha dirigido invitaciones solemnes, ha preparado una porción de cosas buenas, pasteles, confituras, etcétera, como si yo tuviera lo menos un centenar de enamorados. Le he ayudado en los preparativos, y esta mañana, en cuanto me he levantado, he montado a caballo y me he venido aquí al galope. En casa he dejado unas letras diciendo que me iba a casa de Chervakov... Los Chervakov, comprende usted?, viven al lado de allá de casa, a veintitrés verstas de distancia.

El joven sabio la miraba riendo y sentía una cálida ternura invadir su corazón. Ella llevaba, como la mañana del primer paseo de ambos en bote, una holgada bata blanca, cuyos pliegues caían, a manera de arroyos, de sus hombros hasta sus pies, envolviendo su cuerpo como una nie..bla. Una sonrisa serena brillaba en sus ojos, y la alegría teñía de rosa sus mejillas.

—Le disgusta a usted?—le preguntó.

—¿El qué?

—No aprueba usted lo que he hecho? Com-