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coleando, la llanura y elevando columnas de polvo sobre los peñascos basálticos, lo que nos produce la ilusión del humo de la lava, aún incandescente; el bote balancea con el viento y la corriente, y a pesar de sus buenas amarras, nos infunde serios cuidados su situación.

No hay posibilidad de movernos; si tratáramos de cruzar a la orilla opuesta, seguramente iríamos a tomar la costa, frente al paradero de donde salimos ayer de mañana; más vale permanecer tranquilos entre tanta intranquilidad y aguardar, para continuar la marcha, que los elementos se apacigüen. El señor Moyano, Isidoro y Patricio salen a cacería y vuelven a la tarde con los excelentes resultados de la excursión, la que ha proporcionado un guanaco, un avestruz y una ardea, en cuyo buche encuentro pequeños pescados.

Todas estas presas, aumentadas con un gordo pato de carne sumamente agradable, se convierten en pródigo banquete con que mi expedición festeja el aniversario de la caída del tirano.

Es el apéndice forzoso al bautismo que he hecho del cerro basáltico inmediato y donde truenan las rompientes. Acabo de recorrer sus pedregosas faldas; he rebuscado en sus peñascos sombríos, en medio de ruinas geológicas inmensas, a las que los elementos han dado la apariencia de devastaciones humanas y por una de esas evoluciones del pensamiento, que sin quererlo, unen en una misma idea sensaciones bien opuestas, he encontrado analogías entre esta creación de las furias volcánicas y las sangrientas obras del hombre odiado, cuya caída tuvo lugar hace hoy 25 años.

He mirado el espantoso remolino que gira vertiginoso, puliendo los negros cantos del basalto, que se ven renegridos entre la blanca espuma; he visto los desplomes del borde arenoso, que la creciente labra y desprende de la orilla a pique y que pulverizan las veloces corrientes, que debemos tratar