varon su carácter salvaje e independiente; parece que nunca aceptaron resignados el pesado yugo que les impusieron los conquistadores; no hubo vez en que no aprovechasen la oportunidad para emanciparse de las duras obligaciones que pesaban sobre ellos, i volver a su primitiva libertad: quemaron i saquearon dos veces la ciudad de Osorno, hasta que al fin estenuados por las sangrientas luchas, aparentaron resignarse a la voluntad de sus amos. Para civilizarlos adoptaron los españoles, como hacian con todos los indios, el sistema de las misiones, que produjeron escasos resultados: los curas de ese entónces los consideraban como lobos disfrazados de corderos; i mas como bestias que como hombres. A este respecto, don Felix de Azara cita las controvercias que tuvieron lugar entre los curas españoles para saber si los indios merecian todos los sacramentos o solamente el bautismo, i un cura escribiendo a un obispo de España, argüía contra la administracion de todos los sacramentos fuera del bautismo, diciéndo: que los indios no eran hombres, puestos que hasta el fin de su vida, conservaban los dientes, como sucede a los animales. Esto manifiesta que si los indios fueron convidados por los españoles al banquete de la civilizacion, tuvieron poca parte en la mesa. No es estraño, pues, que su condicion haya variado tan poco.
En la carta que me dió don Ignacio Agüero para los Pehuenches, con el objeto de interesarlos en mi favor, les recordaba los hechos siguientes: como unos cuarenta años atras, cuando Chile recien sacudia el yugo de la España, los indios de Valdivia aprovechándose de los disturbios consiguientes a ese estado de cosas, se armaron i pasando la cordillera fueron a maloquear a sus vecinos los Pehuenches; víctima de uno de esos asaltos fué el cacique Paillacan, el mismo en cuyas manos estaba prisionera mi jente. En su retirada trajeron muchos caballos, i como prisioneras, muchas mujeres de los caciques. Entre ellas habia una de Paillacan con un hijo pequeño. Don Ignacio que ya tenia algunas relaciones con los Pehuenches, avisado por ellos, procedió a rescatar los prisioneros para devolverlos a sus hogares. El Huilliche, en cuyas manos estaba el hijo de Paillacan, no queriendo desprenderse de la criatura, huyó a una de las islas del lago de Ranco; perseguido por don Ignacio, viendo que se le forzaba a entregar el niño; enojado, prefirió romperle la cabeza contra las piedras i devolverlo cadáver a su perseguidor. Casi todos los cautivos fueron redimidos i devueltos a los Pehuenches; la mujer de Paillacan solo fué rescatada alguños años despues, i no quiso volver a las pampas. Esta se llamaba Aunacar.