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IX
PROLOGO

miento generoso en todo bien nacido. El estudio y la vida fueron templándolo y le hicieron ver las insuperables dificultades de la empresa, el peligro de otra esclavitud, las convulsiones anárquicas de un país no preparado en el caso más favorable; y el ideal de la independencia no desapareció, porque no podía ni debía desaparecer del pecho de un esclavo noble; pero se transformó en sol lejano, hacia el cual se marcha siempre, aunque se tarde siglos en llegar. Y se decidió ya, hasta el instante de su fusilamiento, por realizar, dentro de España, las aspiraciones de su ciclo histórico: mucha instrucción pública, reclusión de los frailes en sus conventos, representación en Cortes; las leyes españolas.

Aun esto lo veía lejano: recuerdo que en Madrid, recibiendo noticias de las demasías de las Autoridades nuestras en el Archipiélago, y viendo en la Corte á sus paisanos más aficionados á mujeres y diversiones que á pensamientos serios, decía amargamente:

— ¡Nada es posible esperar ni de los españoles de allá ni de los filipinos de aquí!

Fué un tipo engendrado para la leyenda: era un desconocido completo; salió de su país estudiante, sin que nadie se fijara en él, indiferente á todos; volvió por unos meses á los veintiséis años. Cuando fué, á los treinta y uno, era una celebridad; era ya un idolo; todos hubieran querido conocerle; pero a los pocos días salió desterrado. Tornó para el fusilamiento, y puede decirse que la masa de sus paisanos sólo le vió un día: el de su muerte. ¡Sólo conserva de él una visión trágica y ensangrentada!

Dijo, pues, verdad en el proceso: no conocía á casi nadie en su país, ni nadie le conocía fuera de su familia y de aquella joven inglesa que, enamorada locamente del águila sombría, abandonó posición, porvenir, vida social, por acompañarle en una isla salvaje. Para que resulte más legendario, ni se llamaba Rizal, ni se sabe cuándo nació, por haberse quemado el libro parroquial correspondiente.

No fué, pues, ni conspirador ni separatista, aquel pensador altivo, en que se juntaban la perpetua amargura del vencido con el aliento varonil del que no se resigna nunca á la derrota. Para sus ideales de perfección del país, á la sombra de España, supo despertar con sus libros el alma de su raza. ¿Fué esto un crimen? Entonces Rizal es un gran delincuente.

Pero el primer testigo que depone en su favor es el general Blanco: cuando Rizal iba á embarcarse para Cuba, á prestar á España voluntariamente un rudo y peligroso servicio, estalla la insurrección, y Blanco, que comprobó que era inocente, dióle una carta de su puño y letra para el Ministro de la Guerra, en que decía: «Su comporta-