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cia capiteles y dombos de Partenones almenados.

El Pichacén, Moncol, Antuco y el Tuluaca, dejan que sus casullas de lino inmaculado se plieguen en la hondonada, é inciensan al Domuyo dominante, con gasas de humo aurífluo.

Allá muy lejos, tras el verde declive en que se adelanta á la costa el país chileno; más allá, tras vaguedades de un azul desvanecido en ceniciento gris de lejanía, el sol se hunde en las aguas del Pacífico, evocando las inmersiones sagradas del gran Inca, cuando su cuerpo desnudo se hundía lentamente en el misterio de sus lagos, radiante de oro en polvo.

Cuando el Domuyo da la señal del sacrificio desde el cristal de su ábside, los otros prelados yerguen las aristas fulgentes de sus mitras y hacen temblar sobre sus hombros sus pedrerías epicospales. Entonces el Domuyo perfora las arrumazones de incienso con el último reflejo de la amatista escapado de su anillo imperial, y allá por occidente, la sangre de los borregos sacrificados