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se coagula y tirita sobre el violáceo estanque nocturnal...

De esa hora en adelante, la sombra aterciopelada sólo se desgarra á trechos por las curvas de plata que trazan las exhalaciones celestes en su vuelo, ó por las gigantescas rosas de reflejos, esculpidas en la nieve por los cinceles estelares.

Se explica, pues, que aun en la caliginosa tristeza cerebral de los indígenas, el Domuyo haya sido objeto de supersticiones delicadas.

El simbolismo que, según mi antojo, ellas encierran, denuncia en quienes las concibieron emociones estéticas de asombrosa intensidad, solo explicables por la rara belleza del paisaje.

Como siempre ha sucedido con toda altura ignota y bella, el Domuyo ha inspirado en el salvaje ese sentimiento de temor y adoración, base de todas las religiones y magismos.

Desde el Sinaí hasta el Olimpo, y desde las torres de Notre Dame hasta el último campanario de villorrio donde las brujas guardan sus escobas, las alturas siempre han si-