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llos rubios con un peine de oro, en tanto que las tortoras ó juncos—también de oro flexi ble—que bordan la laguna, producen finas melodías, al temblor de un viento muy suave que no viene de parte alguna, ¡que nace por sí solo!

¡Ay del que pretenda sorprenderla en su baño! Siempre esta defendida por alguno de sus dos guardianes: un gran toro de fuego, con astas de oro reluciente; y un caballo muy blanco, de ojos negros, que salta como alud abismal los ventisqueros.

No se hallará persona en la comarca que no jure haberse encontrado, no una, sino muchas veces, pero siempre á distancia—se entiende—con el caballo muy blanco y el toro de oro y fuego.

La «mujer quemada» vive todavía, pero permanece cautiva entre la tierra.

Debe sufrir mucho, porque llora sin cesar chorros de lágrimas que queman; debe odiar mucho, pues el que aspire el humo de su aliento, se envenena; y deben darle á beber oro fundido, porque no otra cosa debe ser eso que hierve, ruge y gorgotea eternamente en la célebre «olleta bramadora».