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mente, y eso en siglos y siglos, los cabellos que mi dueño dejaba en nii regazo.

Yo había permanecido resignada en silencio, pero al fin no pude contener el fuego de mi pasión reconcentrada.

Mi alma de oro encendido llamcaba en mis arterias, y al fin fué á estrellarse en oleajes de indignación contra mi frente.

Entonces se produjo eso que los hombres llaman cataclismo geológico.

Tras el temblor histérico que me hizo crujir el corazón en lo más hondo, recuerdo que sentí en la garganta un cruel desgarramiento. Vi rojo en torno mío. La blancura infame de la nieve me arrancaba del alma convulsiones púrpuras de odio.

Cada uno de mis reproches era una mole de rencor gorgóneo.

Ansiaba inundarle la albura de su rostro en los raudales de lodo que yo había amasado con lágrimas y sangre.

El sol no me escuchaba: serio y encapotado atravesaba el horizonte, fingiendo no oir mis ruegos ni entender los signos de adoración que yo le hacía.

De amor, sí! de amor hondo eran las tré-