mulas llamaradas de oro torturado con que mis brazos le imploraban justicia; de amor eran las mirras doradas que yo arrojaba en mis hogueras, para elevarle plegarias de incienso, como á un Dios; de amor cristalizado en muchos siglos de firmeza y constancia, eran esos puñados de pedrerías multicolores con que yo no alcanzaba á fascinarlo.
Pero todo fué en vano.
Es verdad que la nieve ganó fugitiva la llanura, con sus carnes mordidas por mis brasas de oro y sus muselinas ensangrentadas y rotas; mas el sol continuó su curso embozado en mis inciensos, y yo caí exangüe, extinta y muda, bajo el peso de mis adoraciones calcinadas por la indiferencia del cielo.
Ellos han vuelto después á ser felices. Yo sigo devorada por torturas internas. Mi amor abandonado sigue quemándome el pecho con sus raudales de oro. Mi sangre toda es de oro esplendente, pero yo he quedado estéril, muda y fea, con el apodo despectivo de la «Mujer Quemada».
Ella, la blanca aventurera, ha vuelto á