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secreto el filo de sus fermentos asesinos; que en cuanto á la sangre exprimida en los talleres, sería de oírla chorrear trágicamente, recontando gota á gota, en interminable rosario de rubies, las atrocidades infinitas de los hombres.

El latigazo perfumado de un rosal vecino me interrumpió esos pensares. Un gajo de rosas se deshojó contra mi frente; las meditaciones huyeron como mariposas de fuego; y yo seguí vagando por los senderos de la huerta, deteniéndome á trechos para manosear el brote lanuginoso de un sarmiento, ó la cola aterciopelada de mi perro.

No hay como el campo para amansar las rebeliones. Mi salida de Buenos Aires había tenido ese objeto: ansiaba el aire libre que brune y abrillanta las asperezas dejadas por el cataclismo en el guijarro; anhelaba ese silencio felposo que hila vendajes de seda sobre las heridas incurables...

¡Por qué, pues, protestar en ese sitio?

Esas plantas florecidas me daban una gran lección de ideología.