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Sobre el polvoroso vientre del barbecho aparecían unas protuberancias, á modo de volcancitos empenachados de verdura.

Mi primera impresión fue de ironía.

No pude evitar una sonrisa sarcástica ante la pedancia cómica de aquella cuna de gigantes.

Después recordė su estirpe, y poseído de respeto, me hinqué sobre la arena para observarlos.

Pasó por mi mente la imagen de una selva crujidora, é instintivamente me miré las manos, absorto de que ellas hubiesen originado tanta grandeza.

Hasta ese instante no me había dado cuenta cabal de las altas potencias que cualquier hombre tiene condensadas en la punta de las uñas.

Me examinė las extremidades de los dedos, penetrado del asombro tímido que inspiran los botones fulminantes de una gran máquina explosiva.

Dentro de esas pulpas de carne rosada y palpitante—brotes del árbol donde durmió su desastrosa siesta el padre Adán—senti la palpitación secreta de nuestra ley profunda.