Volviendo la mirada á mi pequeño robledal, observé en el polvo huellas recientes de una lucha ciclópea.
El alumbramiento de esas bellotitas debió ser tormentoso.
Cuenta habida de relatividades, cada recién nacido debió librar con las montañas de tierra que lo cubrían un combate hercúleo por la conquista del aire.
Su estatura de dos á tres centímetros se alzaba sobre una cúspide de ruinas. Sus brazos dos briznas diminutas—se erguían á uno y otro lado del tronco microscópico, agitando al cielo dos hojitas lanceoladas, en actitud de reto para apuñalear las tempestades.
El tallo se erguía recto sobre escombros de terroncillos por él descuajados de su base.
Todos pugnaban ya por ser remedos de una columna triunfal.
Alguno de ellos aparecía oblicuo, metiendo aún el hombro á una piedrecilla que le debía pesar como un cáucaso inmoble.
Otro yacía en tierra ya marchito, rebanado en su base por la dentellada de una hormiga que vagaba por allí cortando leña.