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El color verde opaco de las copitas erectas, hacía pensar en esos niños pletóricos de vida, que nacen congestionados por la asfixia.

Cuando la transmontana andina pasaba por la chacra levantando nubecillas de polvo perfumado y abatiendo las hojas amarillas, las copitas de robles, con su tamaño de lentejuelas, remedaban la ondulación solemne de los viejos ombúes.

Parecía que pretendiesen, por instinto de su predestinación, manejar prematuramente la batuta de los huracanes.

Yo nunca había sentido esa comunión casi sexual que se establece entre la tierra y el depositario de la semilla: es un vago sentimiento de fe en sí mismo y de gratitud hacia la naturaleza; es algo á modo de voluptuoso orgullo paternal.

La tierra deja de ser desde entonces esa masa inerte y cruel que nos angustia cuando pensamos en la tumba.

Yo, siempre que quitaba con el cepillo el polvo del traje, sentía en mis carnes cierto estremecimiento, como si ya los gusanos del más allá me fuesen á hincar el diente. La tierra