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me inspiraba asco y repugnancia invencibles, con más el odio hacia ella que se me iba acumulando, cada vez que la veía cerrarse indiferentemente sobre el cadáver de una persona amada.

Pero ese es quizá el dato más sugerente de la caída inmemorial del hombre en la sombra.

Los niños comen tierra sin asco, y los ancianos no temen el ataúd: los unos por estar recién venidos y los otros por estar más inmediatos que el hombre á la luz original. De ahí también que los bueyes no necesiten enguajes, sal y vinagre, en un prado de lechugas.

—¡Coma que es tierra limpia!—me decía Carlos Bonquet Roldán, con su agudeza ática de siempre, una noche que, acampados en el desierto neuqueniano, y de cuclillas en torno á la fogata, me vió tirar con asco un pedazo de carne, caída en la arena al cortarla del asador.

Desde entonces, cada vez que pienso sériamente en la vida y en la muerte, hallo más profundidad en la frase de ese amigo.

¿Qué si no tierra limpia y endulzada son