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sión nerviosa de su bigote izquierdo, y echó á andar por una senda franjeada de rosales.

Cuando llegamos al cerrito, donde la casa se agazapaba bajo la arboleda, ya éramos amigos.

En tan corto trecho él había tenido más de una ocasión para reirse de los hombres, y nosotros para admirar la cantidad de sol y fuerza que había entre sus pupilas.

Por un camino que se desviaba del jardín frontero á la casa, nos condujo á un parquecito de álamos que se detenían al borde de una escarpadura.

De allí se distinguían unas pendientes onduladas de trigales; más allá unos barbechos grises; y más lejos la franja espejeante del río Neuquen, serpenteando entre mosaicos de piedrecillas multicolores.

El canal ingeniado por el vasco ¡sabe Dios con qué esfuerzo! para trepar por los repechos, blanqueaba en ramal de plateadas serpentinas desde el otero al valle.

Apretando las pupilas, y dirigiendo su nudoso índice al barbecho, nos dijo: —Ahí van los tres varones.

Efectivamente: allá se destacaban, al lado