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de los bueyes, las tres camisas blancas de los tres hijos del vasco. Bajo el oro matinal, las nubecillas de polvo que levantaban los arados, las rodeaban de prestigio casi bíblico.

—¡Consuelito! ¡Consuelito! — gritó luego, mirando hacia las parras que sombreaban un alero de la casa.

Y con un vaso de leche en una mano y un mate en la otra, apareció Consuelo, con las mejillas encendidas por la lucha que en su rostro libraban la timidez y la sonrisa.

Sorbo á sorbo gustamos el obsequio campestre, demorándolo para mejor saborear la belleza de Consuelo.

Con su mano, chorreada aún de leche, pugnaba por detener el vuelo de sus rizos electrizados en el aire libre. Como las aguas del Neuquén y las rosas del jardín y los barbechos removidos y los hocicos de las vacas lecheras, sus ojos de café caracolillo requemado parecían exhalar el humo de una combustión prolífica, parecían humear vida y ensueño.

Los broches de su jubón rojo casi crujían por la tensión del seno palpitante.