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retratar el iris, revientan de entusiasmo; y bebe, y echa al aire el rumor de sus gargarismos deleitosos.

Todo eso viriliza y ufana: no se pasa al lado de las vertientes sin que muevan á sonreir sus mil ojillos picarescos, cuyo parpadeo contínuo parece que acelera el ritmo de la sangre. Bate el corazón sus alas, como suelen hacerlo las palomas cuando aplauden las frescuras de su baño vernal. La verberación de las arterias hace contraer los puños en instintivo ensayo de pujanza.

Al respirar esos gases vitriolados, la nariz palpita con ensanche sensual, en ímpetu de inhalar metales para blindar los huesos.

La energía humea ensueños en la sangre, como hoja toledana entre la inmersión de gracia de su temple.

Bajo ese soplo vibrátil de metal aéreo, placería al carácter tender la espalda para el cintarazo victorial.

Siente el cerebro cosquillear en sus fibras la ebullición fulminante de las esencias creadoras...

La amada ausente y el ideal lejano cantan en la memoria, y al apretar uno los pár-