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sus trigales y rebaños, entre mate y mate nunca le falta la ocasión de grunir con voz marcial: —Soy el sargento Juárez.

Y ese es tema seguro para iniciar la narración de sus hazañas ó para inquirir, como al acaso, por algunos de sus subalternos de otra época, que él sabe actúan ahora de jefes y oficiales.

Cuando las cabalgaduras pacen en las dehesas y los viajeros han instalado en las corralejas sus fogones, el sargento desenvaina su cuchillo para dirigirse á la cocina.

Esa es su hora sagrada. Allí lo espera su servidumbre con los cabritos maniatados en el suelo.

La reminiscencia bíblica se impone. Quizá él no sospecha siquiera que en esos momentos en que degüella los cabritos, reproduce en la cumbre de los Andes las escenas de Canaán, cuando se aderezaba la leña del holocausto para las «ofrendas encendidas del olor de holganza».

Hecho el desangre, á cada fogón despacha la porción de carne, con el siguiente mensaje

desierto.—13