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creer seriamente que los planetas distan miles de leguas de nosotros.

Las damos de muy vivos cuando alardeamos de no comulgar con ruedas de molino, y mil veces al día nos metemos íntegro el sol por las pupilas, sin darnos cuenta de que con toda holgura nos hemos devorado al más importante de los mundos, quedando en disposición de devorarnos por la noche la bandeja de la luna, con todo su reguero titilante de bombones y grajeas.

Ese trastorno en la sensibilidad y esa fotofobia reinante, son indudablemente producidos por nuestra prolongada permanencia en las ciudades.

Los techos y los muros de piedra nos aislan del celeste ritmo rutilante.

La luz nos llega contaminada en el vapor opaco de las fiebres humanas, rota por la pizarra de las azoteas y adulterada por el cristal grotesco de las claraboyas turbias.

Es luz muerta y podrida, sin los ardores y melodías indispensables, para que nuestros átomos reciban el mensaje de los astros.

Los corpúsculos solares llegan á nuestros glóbulos sanguíneos, con las alas destroza-